La desigualdad multidimensional en Chile ha sido -y es- una de las causas más importes del estallido social actual. En consecuencia, el debate de los últimos días se ha centrado en la pregunta cómo disminuirla, y cuál rol debería jugar nuestro sistema tributario para ello. Dado que los impuestos corporativos están expuestos a la competencia global, la mirada inevitablemente se está tornando hacia quienes están detrás de las empresas: los dueños del capital. ¿Debiera haber un impuesto al patrimonio en Chile?
Voy a partir con algunos datos:
La desigualdad a nivel patrimonial es dos veces más alta que la desigualdad a nivel de los ingresos, como indica la OECD. Esa desigualdad no es fácil de medir. Como aproximación, se usa la relación entre el promedio de la riqueza neta y la riqueza mediana. En los 28 países miembros de la OECD, datos muestran que la riqueza promedia es 2,6 veces superior que la riqueza mediana. Según esa medida, EEUU, Holanda, Dinamarca y Alemania lideran en materia desigualdad patrimonial. Nuestro país no tiene razón de celebrar tampoco. De lo contrario, Chile forma parte del 50% de los países miembros de la OECD con un coeficiente riqueza promedio sobre riqueza mediana más alto de dos veces. En los hogares chilenos, el 10% mejor acomodado en patrimonio neto es dueño de casi 60% del patrimonio neto total (el 1% del 17%), mientras que el 40% de los hogares menos acomodados no tienen patrimonio neto. Datos del Credite Suisse muestran desigualdades aún mayores. Por su lado, el Allianz Global Wealth Report 2018 muestra un coeficiente Gini de patrimonio para Chile de 0,7 – en efectivo, uno de los más altos de la OECD.
Distintos estudios – del FMI por ejemplo – han demostrado que la desigualdad de patrimonio lleva hacia un círculo vicioso, dado que los ingresos sobre el capital nuevamente aumentan aún más la desigualdad. Un análisis reciente de Deloitte mostró que los hogares más ricos en EEUU tienen mayores ingresos provenientes de inversiones, compuestos por inversiones bursátiles y valores inmobiliarios, con mayores rendimientos en el mediano/largo plazo. La consecuencia: aún más activos un hogar posee, probablemente aún más rico será en futuro – en patrimonio, y también en ingresos.
La desigualdad patrimonial es aún más problemática en el marco de la IV. Revolución Industrial. Según datos de McKinsey, el 50% de los empleos en Chile podrían verse afectados por la automatización e inteligencia artificial (IA). En otras palabras: el capital podrá ir desplazando a la mano de obra y, en Chile, el capital está justo en propiedad de pocas personas. Como escenario, ello representa un desequilibrio sensible -y en aumento- para la sociedad.
En especial, es la baja complejidad de nuestra economía, que nos hace vulnerable como país. En Chile, el ingreso mediano de la población ocupada es solo de $400.000 al mes. La OECD ha advertido reiteradamente acerca de la escasa cualificación de los trabajadores. En línea con ello, el Atlas of Economic Complexity de Harvard mostró que la estructura productiva de Chile correspondería a la de países más pobres, por su baja complejidad. Esa está correlacionado con la distribución de los ingresos, como mostraron Hartmann, Guevara, Jara-Figueroa, Aristarán y Hidalgo. En este sentido, las economías más sostenibles mantienen un ecosistema de empresas de mediano tamaño que trabajan con mayores niveles de conocimiento, y de forma colaborativa. En consecuencia, el respectivo patrimonio neto debiera estar repartido también en la clase media, en vez de estar tan concentrado en el 1% o 10% de los hogares más acomodados.
¿Por qué les hace tan mal a las sociedades la concentración de ingresos y patrimonios? Más allá de impactar negativamente el crecimiento económico -como el FMI está advirtiendo- la desigualdad también podrá alterar la democracia misma, por ejemplo por la actividad política de personas de altos ingresos, como Page, Bartels y Seawright han demostrado para EEUU. También El Economist advirtió recientemente que la influencia de la elite económica va más allá del financiamiento político. Al sostener think tanks, o medios de comunicación, por ejemplo, podrían influenciar sutilmente en la narrativa de toda una sociedad.
¿Qué se propone para Chile? El Gobierno anunció recientemente un aumento del impuesto al global complementario. Este solo tendrá una recaudación limitada. Aún más importante no obstante es el hecho de que esta propuesta solo aborda la desigualdad de ingresos, y no la desigualdad patrimonial. Según el timonel de Renovación Nacional (RN), Mario Desbordes, el Presidente Piñera estaría “dispuesto a escuchar (…) alternativas”. El actual Presidente del Senado, Jaime Quintana, incluso indicó que un impuesto adicional “a los súper ricos podría ser una medida redistributiva (…) y una señal muy potente para enfrentar esta crisis”. Por su lado, fue el empresario Andrónico Luksic quién desde el inicio de la crisis dio los señales más claros desde el empresariado. En una columna reciente señaló su disposición de contribuir “a pagar la cuenta”, siempre cuando los recursos no se pierdan en programas estatales burocráticos, y entendiendo que también el Estado debería aportar con su necesaria modernización. Como una de las posibilidades de financiamiento de la nueva agenda social desde el sector privado mencionó un impuesto del 1% al patrimonio.
Chile no es el único país que analiza la instalación de un impuesto a los patrimonios. Recientemente, en EEUU se revivió el debate sobre ello, liderado por los candidatos presidenciales Warren y Sanders, y apoyado por investigaciones de Saez y Zucman. Desde los “super-ricos” hubo un rechazo profundo frente a la idea de un impuesto patrimonial, que además ya habría fracasado en la historia reciente de Europa. De hecho, en la década noventa, 12 países de la OCDE tenían impuestos al patrimonio. Hoy, solo hay tres: Noruega, Suiza y España. En una carta al Washington Post, Saez y Zucman explicaron las razones del fracaso de los impuestos patrimoniales en Europa, mencionando excepciones excesivas, o competencias no reguladas dentro de Europa. Además de EEUU, justo durante este año (2019), también Alemania revivió el debate sobre el impuesto patrimonial, impulsado por el Partido Socialdemócrata (SPD), y la advertencia del FMI sobre la desigualdad en este país.
En la práctica, lo complejo acerca de los impuestos al patrimonio es la fijación del valor de los activos, proceso que implica una burocracia no menor. Saldos de cuentas se pueden determinar fácilmente, no así el valor (bruto/neto) de empresas, terrenos, o colecciones de pinturas o joyas. Más complicado aún es el hecho de que se trata de un impuesto que exige pagos desde patrimonios que no necesariamente son líquidos. Obligaría a los dueños de capital a realizar pagos aunque no haya habido utilidades.
Frente a ello, hay una alternativa interesante e innovador a los impuestos al patrimonio. Ciudadanos chilenos con alto patrimonio podrían realizar endowments a un fondo soberano (“Sovereign Wealth Fund”). En estos días, esa solución se está debatiendo en especial en California, impulsado por los efectos de la automatización y la inteligencia artificial. Si en su consecuencia aumentaría el desempleo, el Estado ya no sería capaz de financiar ingresos mínimos asegurados para todas las personas que ya no trabajarían como antes. Un “Sovereign Wealth Fund” podría permitir que ciudadanos sean -de facto- accionistas de empresas, recibiendo así dividendos a lo largo del tiempo. El capital, entonces no se re-distribuiría posteriormente, sino de distribuiría antes de que la desigualdad aumentaría aún más. Por ello, el concepto se llama pre-distribución.
Para el caso de Chile, implicaría entregar capital -como aporte único- desde los hogares con más patrimonio, para que los respectivos ingresos del capital beneficiarían continuamente a grupos vulnerables de nuestra sociedad. A su vez, y sin pasar por las burocracias del tesoro público, podría tener una segunda línea de acción, e invertir en un Centro de Complejidad Económica, para aumentar el tan necesario conocimiento que nuestra economía requiere para ser un país más desarrollado – y poder financiar la agenda de bienestar de forma sostenible en el largo plazo.
Es evidente que la desigualdad existente, y los riesgos de la automatización requieren de un nuevo consenso entre el Estado, los dueños de capital y los ciudadanos, como también McKinsey postula para todas las economías del mundo. La crisis en Chile es realmente la oportunidad para efectivamente pensar en un nuevo pacto social, que debería abordar la pregunta sobre la desigualdad patrimonial. No implicaría el fin del capitalismo. De lo contrario, sería el nacimiento de un capitalismo equitativo.
Artículo de Jeannette von Wolfersdorff
Fuente: La Tercera