El tema de las indemnizaciones por despido se ha puesto sorpresivamente sobre la mesa, probablemente no en el mejor contexto. Sin embargo, en pro de los trabajadores, no sería bueno que se descartara la discusión. Nuestra legislación referente al despido es por lejos el elemento peor evaluado del ámbito laboral por parte de organismos internacionales, la OCDE entre ellos, porque finalmente esta política, más que favorecer a los trabajadores, los perjudica.
Se podría contraargumentar que no puede ser tan relevante un tema que se circunscribe a un número reducido de trabajadores del sector formal, y con elevada estabilidad laboral. Sin embargo, ¿no será acaso la propia norma la que incentiva a que sean pocos trabajadores los que puedan beneficiarse de ella? ¿Tendrá algo que ver esta generosa política de indemnizaciones por despido con la elevada informalidad y poca estabilidad del empleo en Chile? ¿No será entonces también que los empleadores, al tratar de evitar el pago de las indemnizaciones, terminan también sin cumplir con el resto de las leyes sociales? No basta entonces con considerar la cantidad efectiva de trabajadores que terminan recibiendo esta indemnización, sino también los incentivos que genera su existencia. Porque si analizamos estos incentivos, tanto para el empleador como para el trabajador, veremos que debe haber pocas normas que generan tanta rigidez y mal funcionamiento del mercado laboral.
Primero, no es efectivo que en la práctica la indemnización la pague el empleador, al menos en su totalidad. Esto porque si éste enfrenta la contingencia de tener que pagarla, entonces al momento de la contratación estará dispuesto a pagar un menor salario, aun cuando el despido nunca ocurra. De todas formas, si parte de la incidencia recae en el empleador, se generará un desincentivo al empleo formal, con todos los problemas que eso trae en temas de previsión y salud. Tampoco resultan eficientes las decisiones que podrían tomarse en una empresa cuando se requiere ajustar el empleo. Se incentiva la desvinculación de los trabajadores de menor antigüedad, y no necesariamente de los menos eficientes, especialmente en empresas con mayores restricciones de liquidez. Pero no sólo se producen problemas para ajustar la dotación de trabajadores, sino también para readecuar sus funciones, lo que se hace cada vez más necesario producto de la velocidad del cambio tecnológico. Esto porque las indemnizaciones deben pagarse también cuando se cambian las condiciones contractuales, produciendo una rigidez excesiva en la adaptación de las empresas al entorno cambiante.
Desde el punto de vista del trabajador, los incentivos que se generan tampoco son deseables, y atentan en contra de una mayor productividad. Primero, los trabajadores de mayor antigüedad podrían descuidar su desempeño, ya que se sienten “protegidos” por el elevado costo del despido. Segundo, se perjudica la movilidad del trabajador hacia alternativas mejores para él, debido a que no se quiere renunciar a los fondos que se han acumulado en la indemnización. En este contexto no es inusual buscar despedido, con evidentes efectos negativos en la productividad y el clima interno.
Lamentablemente, las reacciones que ha despertado la sola idea de estudiar este tema son una mala señal, sin que por parte de algunos grupos ni siquiera exista la posibilidad de estudiar propuestas. Y no se trata de afectar derechos adquiridos, sino de permitir que los nuevos contratos se adapten mejor a los tiempos que corren, mejorando los beneficios del seguro de cesantía, que ha demostrado ser una buena política. Si ni siquiera se puede hablar del tema, no nos extrañemos después de un crecimiento de la actividad menos intensivo en puestos de trabajo de lo que nos gustaría.
Artículo de María Cecilia Cifuentes
Fuente: La Tercera