El otro lado de la moneda: la liviandad del gasto.
Lo más grave no es solo cómo se recauda, sino cómo se gasta. Cada peso que entra por IVA debería ser tratado con la misma rigurosidad con que se le exige al contribuyente que lo pague. Pero eso no ocurre. A menudo, el gasto público en Chile carece de planificación estratégica, de evaluación efectiva de resultados, y de transparencia real. Hay recursos que se pierden en burocracia, licitaciones mal hechas, duplicidad de funciones, programas ineficientes o, directamente, en corrupción.
El Estado, financiado con el esfuerzo de todos, no tiene el mismo estándar de exigencia que aplica a los ciudadanos. La ley de compras públicas tiene hoy grietas, las auditorías internas son débiles, y las rendiciones muchas veces son meros trámites. En los municipios, ministerios y gobiernos regionales abundan los casos de gasto sin impacto, de inversiones mal pensadas, o de “planes pilotos” que jamás se transforman en política real.
¿Por qué el pan tiene IVA, pero el despilfarro no tiene castigo?
Esa es la pregunta de fondo. ¿Por qué el ciudadano que compra pan para alimentar a su familia debe pagar un 19% adicional al Estado, pero ese mismo Estado no asume con seriedad el deber de cuidar cada peso que recauda? ¿Por qué seguimos pidiéndole a los más pobres que financien con su consumo un aparato estatal que no les rinde cuentas con la misma exigencia?
Chile necesita una reforma tributaria estructural, no solo para recaudar más, sino para recaudar mejor. Y eso implica revisar el IVA, establecer tasas diferenciadas para bienes esenciales, y avanzar hacia un sistema donde quienes tienen más, paguen más. Pero también necesitamos una reforma profunda del gasto público: con reglas más estrictas, con consecuencias reales por mal uso de fondos, y con un compromiso firme con la eficiencia, la transparencia y el impacto social.
Lo que se recauda con esfuerzo, debe gastarse con responsabilidad.
El IVA seguirá siendo, probablemente, parte importante del financiamiento estatal. Pero no podemos seguir aceptando que la eficiencia en la recaudación sirva de excusa para la ineficiencia en el gasto. No se trata solo de números: se trata de dignidad, de justicia, de construir una relación más sana entre ciudadanía y Estado.
Porque cuando el Estado gasta sin control, mientras exige hasta el último peso del consumidor humilde, lo que se quiebra no es solo la economía: es la confianza en las instituciones y sus gobernantes.