Vivimos en una sociedad donde las palabras “burocracia”, “política” y “contabilidad” despiertan rechazo automático. Nos parecen lejanas, tediosas, incomprensibles. Pero son parte del esqueleto que sostiene nuestra vida en común. Por más que molesten, por más que se trate de evadirlas, no existe desarrollo, ni público ni privado, sin ellos.
¿Se imagina una empresa sin contabilidad? Es como manejar con los ojos vendados. Sin registros, sin control, sin información financiera, lo que impera es el caos. La contabilidad es, nos guste o no, la base mínima para administrar con sentido, con responsabilidad y con futuro.
Y sin embargo, en Chile, hace poco más de una década, un director del Servicio de Impuestos Internos creyó haber encontrado la solución mágica, declarando: “¡Haga clic aquí y olvídese de la contabilidad!”. Así se promovió la idea de reemplazar los libros contables por un simple registro de compras y ventas, lo recuerda?. La realidad no tardó en pasar la cuenta. Fue un intento burdo de simplificar lo complejo. Afortunadamente, la contabilidad resistió como siempre. Porque donde se pierde la trazabilidad, se pierde también la verdad del negocio.
La política, por su parte, sufre su propio descrédito. Pero también es una forma de organización burocrática, solo que más mediática y emocional. La gran diferencia es que mientras la contabilidad muestra la realidad basada en hechos y números, la política suele construirse sobre relatos, ideologías e ilusiones. Y ahí radica el problema: un sistema busca reflejar la realidad; el otro, el sistema politico, muchas veces, busca disfrazarla.
Ambos sistemas son necesarios, pero no igual de efectivas. La contabilidad está en plena transformación: automatización, integración de datos, inteligencia de negocios. Hoy puede hablar, alertar, predecir, existe hoy un nuevo lenguaje en los negocios. Se está convirtiendo en una herramienta de gestión estratégica. Es, quizás, el único sistema burocratico que está avanzando.