Cuando Juan decidió salir a pescar, lo hizo como quien regresa a lo esencial. Lo acompañaron otros. Habían vivido la experiencia de Jesús, pero volvieron a su oficio. Esa noche no pescaron nada. Y al amanecer, al volver con las redes vacías, fue Jesús resucitado quien los esperó en la orilla y les enseñó cómo llenar las redes.
Este relato es más que una escena bíblica. Es una enseñanza eterna sobre el valor del trabajo, el peso de la responsabilidad y la diferencia entre hacer por hacer y hacer con sentido.
El verdadero pescador, no vive del azar. Se levanta antes del amanecer, muchas veces en la oscuridad y el frío. Prepara sus redes, afina su equipo, estudia las mareas, conversa con otros. Asume el riesgo de no volver con nada. Y, sin embargo, vuelve a salir. Día tras día. Porque sabe que su deber es más grande que su deseo. Hay personas esperando pescar.
¿No es eso lo mismo que debería mover al verdadero emprendedor?
Hoy se ha romantizado el emprendimiento. Se habla de libertad, de “hacer lo que te gusta”, de “ser tu propio jefe”. Pero se calla lo más importante: que si vuelves sin pesca, no hay comida en la mesa. Que si no preparas tus redes, si no estudias el mercado, si no aprendes el oficio, no solo fracasas tú. Fracasan también quienes creyeron en ti.