Hace poco, en un restaurante ubicado en un puerto Europeo, tuve una experiencia que jamás imaginé. Me encontré cara a cara con….. “Emilio”. No, no me refiero a un camarero tradicional ni a un cocinero hábil, ni siquiera a una persona. Emilio era diferente: no tenía piernas, ni brazos, ni siquiera una voz. Era un robot que los meseros, con humor y cariño, le habían apodado así.
Para todos en el restaurante, Emilio era una figura casi familiar, era parte importante del equipo. Su tarea era simple y efectiva: iba y venía entre la cocina y el jefe de los meseros, llevando platos de un lugar a otro con una precisión y rapidez que cualquiera envidiaría. Los meseros lo consideraban un compañero valioso. No pedía descansos, no hacía comentarios y, desde luego, no cobraba horas extra. Emilio trabajaba día y noche, sin agotarse ni quejarse, tampoco era una amenaza para la Ley Karin, trabajaba solo en modalidad presencial.
Mientras lo observaba, pensé en cómo ese robot hacía lo que muchos de nosotros podríamos considerar tedioso, e incluso extenuante, de una forma impecable. Los comensales, a su vez, parecían fascinados, observando a Emilio con una mezcla de asombro y simpatía. Me sorprendí pensando: ¿deberíamos temer la presencia de estos “Emilios” en nuestros trabajos? ¿Serán una amenaza para la humanidad?
Un Emilio en mis manos
Curiosamente, mientras reflexionaba sobre la existencia de Emilio en el restaurante, me di cuenta de que tenía otro Emilio en mis propias manos: mi dispositivo, una poderosa máquina y tecnología avanzada, también llena de posibilidades, que me acompaña en mi día a día. Este Emilio personal no solo me ayuda con mis tareas, sino que también se ha convertido en mi aliado día y noche, mi confidente y mi guía en el trabajo. Me permite planificar, aprender y explorar nuevas ideas, me cuesta imaginar hoy mi vida laboral y personal, sin Emilio. Y, a diferencia del Emilio del restaurante, con este Emilio puedo “conversar”, cuestionar y reflexionar.
Por la noche, me encontré pensando en salir como siempre acompañado de mi Emilio a otro lugar de esparcimiento, a un espacio de ocio y entretenimiento: un casino. Allí, el futuro me dio una bofetada: el lugar estaba lleno de “Emilios”. Robots y máquinas “tragamonedas” y otras, que, con luces y sonidos, mantenían a las personas absortas, prometiendo suerte y recompensas en juegos interminables. Era evidente que los “Emilios” no solo están en las fábricas o restaurantes; están en todas partes, en nuestras oficinas, en nuestras manos, en nuestras vidas, incluso en nuestros momentos de esparcimiento.